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Presión dentro y fuera del aula

Editorial

Los conflictos juveniles deben tener alguna respuesta en las aulas. Pero también tenemos que insistir en que las familias y la sociedad, en general, somos los responsables de aceptar que esto pueda suceder. El relativismo absoluto del todo vale, mientras no me afecte a mí, y la falta de diferenciación de lo que está bien y está mal son dos de las taras de nuestra vida colectiva.


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Enric Renau, editor de Educaweb.com
Cada vez son más frecuentes las noticias, los artículos y los estudios que tratan el problema de la violencia en la etapa de la adolescencia, con especial interés de los conflictos que se puedan producir en los centros educativos.

No es para menos, aunque, como sucede en otros ámbitos, la mayor notoriedad de estos fenómenos no significa, forzosamente, que el maltrato y la amenaza en la adolescencia sea superior en la actualidad.

No trato de minusvalorar el problema, sino todo lo contrario, situarlo en su justa dimensión. Desde que los niños son pequeños se producen situaciones de acoso, en los barrios y en las aulas. Precisamente son los más pequeños los que perciben y sufren más estas sensaciones, aunque los efectos son menos graves que entre los adolescentes. Así lo indica el estudio Kidscreen, mencionado por el doctor Lluís Rajmil en su ponencia dentro de las jornadas 'Violencia, maltrato y amenaza a la adolescencia: situación actual y perspectivas de prevención', organizado por el Consorcio Sanitario de Barcelona y la Agencia de Salud Pública de Barcelona del pasado mes de mayo. Los niños perciben mayor violencia verbal o física y las niñas más presión psicológica. Vale la pena, no obstante, no minimizar la situación entre los pequeños, porque relativizar sus peleas o las situaciones de acoso puede normalizar algo que, en el futuro, puede tener efectos mucho más graves. Y porque los que lo viven, sufren.

De todos modos, esta situación se produce en las aulas como se vive en el barrio.

Hablando de los adolescentes, por ejemplo, los medios de comunicación, siempre presionados por la simplificación, tendemos a denominar bullying a cualquier problema de acoso en las aulas y a etiquetar conflicto de bandas o de tribus si pasa en la calle. Y cualquier problema entre jóvenes no tiene porque ser violencia juvenil.

Además, el sistema educativo siempre acaba recibiendo las consecuencias de los problemas. ¿Que por qué tienen que estar, obligatoriamente, en clase jóvenes que no tienen ningún interés en aprender? ¿Qué por qué se mezclan los buenos estudiantes con los "piezas”? Qué las tribus urbanas se crean en los institutos. ¿Qué porqué no se lucha seriamente contra el absentismo escolar?

Las preguntas deben tener alguna respuesta en las aulas. Por ejemplo, si en los institutos, en lugar de evitar el conflicto y dejarlo para la anarquía de la calle, se facilitasen espacios para que los alumnos externalicen sus dificultades de convivencia entre grupos, los miedos a lo diferente, los conflictos de liderazgo o las distintas ideologías o estéticas, en un clima positivo y gestionado por tutores experimentados o por expertos mediadores, quizás las cosas serían distintas.

Pero también tenemos que insistir en que las familias y la sociedad, en general, somos los responsables de aceptar que esto pueda suceder. El relativismo absoluto del todo vale, mientras no me afecte a mí, y la falta de diferenciación de lo que está bien y está mal son dos de las taras de nuestra vida colectiva. La hipocresía de criticar la violencia juvenil y, después, aceptar y consumir los reality-shows basados en los gritos, insultos y la falta de asunción de cualquier responsabilidad son otro ejemplo.

La coherencia individual y la capacidad de poner en evidencia a quien no la tiene podrían ser algunas respuestas de la sociedad. La prevención en las aulas, el refuerzo de la autoridad moral de los tutores y la dedicación de muchos esfuerzos a la mediación y el diálogo podrían ser las alternativas del sistema educativo.

Enric Renau
Editor
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