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Sobre los grados de Humanidades

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Antonio Alvar Ezquerra, Director Académico del Proyecto E-excellence de www.liceus.com
La Universidad española, como las de otros países de nuestro entorno, está inmersa en un profundo proceso de reformas cuyo objetivo es hacer los títulos superiores más comprensibles a los empleadores europeos pues en la actualidad tienen serias dificultades para valorar qué significan los diferentes títulos que les llegan de cada estado miembro de la UE. Al final de ese proceso debería lograrse un único "espacio universitario europeo”. Si las reformas llegan a buen puerto, se habrá dado un paso de gigante en la construcción de Europa, pues se facilitará de manera considerable la movilidad de estudiantes y trabajadores.

Pero para que el cambio se produzca, a nosotros nos toca -como en tantas otras ocasiones- ceder en buena medida nuestra idiosincrasia universitaria y construir otra que parece radicalmente nueva. Se está discutiendo, pues, la estructura de los estudios universitarios, en realidad, desde cero y con unas muy difusas directrices emanadas de Europa (acuerdos de Bolonia y siguientes) y con unas aún más difusas -cuando no incoherentes- directrices emanadas de nuestras administraciones educativas central y autonómicas. Nada de extraño tiene, pues, que la comunidad universitaria en general y la que se ocupa de impartir docencia de titulaciones humanísticas en particular estén seriamente preocupadas primero por la filosofía del cambio, después por la metodología y naturaleza de ese cambio, finalmente por la incertidumbre que planea sobre los puntos de llegada, dado que el resultado final comportará, sin duda, cambios estructurales profundos en el catálogo de titulaciones, en su estructuración interna y, por último, en las plantillas docentes destinadas a su impartición.

No es mi propósito, en este momento, valorar todo el proceso en su conjunto ni tampoco en cada una de sus implicaciones. Ni siquiera diré nada sobre la incongruencia evidente derivada del hecho de que en nuestro país se esté produciendo paralelamente un proceso de reformas también en la Educación Secundaria y no se haya establecido -en la medida en que conozco la situación- ningún cauce de conexión entre una y otra reforma, de modo que la reforma universitaria parta -como parecería lógico- del punto de llegada de la reforma de la Educación Secundaria. Nadie parece decir nada a este respecto. La Universidad sigue de espaldas a la Educación Secundaria y ésta sigue ajena a su proyección más allá de las aulas en que se imparte; y las autoridades educativas no ejercen la más mínima labor de coordinación entre ambos procesos.

Me limitaré a hacer algunas reflexiones a propósito de la polémica que se ha suscitado en los medios de comunicación por lo que respecta a las propuestas de reforma de las titulaciones de Humanidades. Sabemos que la Subcomisión de Humanidades del Consejo de Coordinación Universitaria ha propuesto reducir de manera significativa el catálogo de titulaciones de grado referidas a esa Subcomisión. Y de forma concreta, se han oído opiniones contrarias -a veces expresadas incluso de forma muy vehemente- a la desaparición de las actuales titulaciones de Humanidades, Historia del Arte, Filología inglesa y, también, de otras Filologías (en particular, la catalana, la gallega y la vasca). Supongo que para el observador ajeno a la Universidad resultará difícil formarse una opinión fundamentada pues se diría que hay quien quiere "cargarse” las Humanidades, el Arte o el Inglés. Lamentablemente, no son estos tiempos propicios para abrir un debate sereno y razonable ni en éste ni en otros ámbitos de una sociedad como la nuestra tan polarizada políticamente en los últimos tiempos. Pero, a pesar de todo, la Universidad debe dar ejemplo de debate razonable, incluso cuando se trata de hablar de nosotros mismos, pues en caso contrario habrá perdido su más profunda razón de ser.

Vaya por delante que, en mi opinión, resulta arduo eliminar la impresión de que estamos en presencia de un debate puramente nominalista, ya que, como ha quedado dicho, las directrices de organización de los nuevos estudios son muy difusas y así no se pueden obtener resultados fiables pues no se controla la totalidad del proceso. En efecto, conviene partir de las principales directrices conocidas a día de hoy por la comunidad universitaria, al menos de aquellas que me parecen más relevantes y pertinentes para posicionarse ante el debate suscitado:
1.- Las titulaciones universitarias deben capacitar laboralmente, de modo que deben estar orientadas a satisfacer las demandas del mercado de trabajo.
2.- Las titulaciones universitarias estarán organizadas en dos niveles y en tres ciclos: grados (primer ciclo) y postgrados (máster o segundo ciclo y doctorado o tercer ciclo).
3.- Los títulos de grado deben tener una duración más corta que las actuales licenciaturas (se habla de tres años o, lo que es lo mismo, 180 créditos ECTS, o cuatro años o, lo que es lo mismo, 240 créditos ECTS), deben dar una formación generalista y -de acuerdo con el punto primero- deben estar orientados a satisfacer las demandas del mercado de trabajo.

Queda a decisión del Gobierno de la Nación, previa propuesta del Consejo de Coordinación Universitaria y del MEC, tanto el catálogo de los estudios de grado como su duración y la distribución y carácter de materias y asignaturas en el seno de los mismos.

Desde el punto de vista de la mencionada Subcomisión, pues, ninguna de esas tres titulaciones actualmente existentes -ni otras, fundamentalmente Filologías cuya supresión también se propone- reúne los requisitos exigidos derivados de las directrices señaladas, ya que o bien no son suficientemente generalistas o bien no están orientadas a satisfacer las demandas del mercado de trabajo. Dicho de otro modo, esas actuales titulaciones no están cumpliendo adecuadamente los objetivos previstos en el plan de convergencia. Naturalmente, la indignación de un sector significativo de la comunidad universitaria resulta comprensible habida cuenta de que esas tres titulaciones, precisamente, matriculan en estos momentos quizás la parte más significativa de los alumnos que cursan carreras de humanidades.

Otros argumentos se esgrimen por parte no ya solo de los "damnificados” por esta propuesta, sino por otros sectores universitarios. Uno, el primero, concierne al criterio establecido de que todas las titulaciones de grado deben estar orientadas a satisfacer las demandas del mercado de trabajo. Tal criterio, se dice -y en mi opinión con mucha razón-, no es adecuado debido a que la Universidad también debe dar formación intelectual y son muchos los ciudadanos que desean cursar sobre todo las titulaciones de humanidades para mejorar su formación y sin esperar una vinculación directa con el mercado laboral (siendo así, además, que faltan estudio serios de la tal vinculación entre las titulaciones de humanidades y el mercado laboral).

Considero este argumento de la máxima importancia porque se dirige a la línea de flotación -por más que sea contracorriente- de la filosofía del cambio. Se trata de decir "no” a una Universidad al servicio exclusivo del mercado laboral, o lo que es lo mismo, de las empresas, sean éstas públicas o privadas. La Universidad debe estar de modo muy principal al servicio de los ciudadanos y eso es algo más que el mercado laboral. Pero dejemos esta cuestión para otra ocasión.

El segundo de los argumentos concierne a la calidad de la formación que obtendrán unos graduados cuya formación fuese excesivamente generalista. Y en este punto trataré de sugerir algunas ideas para evitar que el debate sea meramente nominalista. Pues se trata de debatir -y ésta puede ser una ocasión magnífica- qué tipo de conocimientos (incluidas aquí las palabras nefandas de la ya no tan nueva pedagogía universitaria, a saber, "habilidades” y "destrezas”) deben tener nuestros futuros graduados de cada una de estas titulaciones. Pues precisamente se ha criticado de los actuales planes de estudio que han provocado una excesiva fragmentación del conocimiento en aras de una especialización que nuestra sociedad aún no está preparada para digerir y que, además, eso causaba no pocos problemas a los estudiantes que deseaban cambiar de titulación (o simplemente de Universidad) pues se les obligaba a cursar de nuevo numerosos créditos cuya convalidación resultaba inviable. Estamos, pues, asistiendo a otra fase de esos característicos movimientos pendulares que tanto nos perjudican: frente a la anterior especialización ahora regresamos a la formación generalista.

A nadie medianamente informado se le escapa que quizás la definición de las titulaciones de grado se podría hacer con mejores criterios si las subcomisiones o los grupos de trabajo creados al efecto y dedicados a definirlas supieran antes de iniciar su labor (o pudieran hacer recomendaciones sobre el desarrollo global de las titulaciones de su competencia) qué duración tendrán finalmente (tres o cuatro años), cuál será la carga de troncalidad (pues no es lo mismo un 50% que un 75%) y si podrán existir "suplementos de título” que permitan establecer "itinerarios” o "menciones” (ya que no "especialidades”, vetadas expresamente en el Real Decreto de Grados) que pudieran satisfacer algunas de las demandas y reivindicaciones planteadas, más allá de la simple discusión nominalista.

Si se opta por titulaciones cortas (tres años, 180 créditos) y elevada troncalidad (75%), la flexibilidad será mínima y la formación será un mero sustitutivo del prácticamente fenecido Bachillerato pues dado el nivel que alcanzan al final de los dos escasos años de Secundaria no obligatoria nuestros alumnos, habrá que dedicar los más de los esfuerzos docentes de esos 180 créditos a dotarlos de conocimientos generales. En ese caso, el peso fundamental de la enseñanza universitaria gravitará sobre los postgrados (y en concreto sobre los másters), cuya financiación por parte de las administraciones públicas no está garantizada. Se habrá producido así una privatización de facto de la enseñanza universitaria y eso puede conllevar la muerte de las Humanidades entendidas en sentido tradicional, pues sólo tendrán cabida ya las "Humanidades aplicadas”, las únicas con posibilidades de inserción laboral directa. Ante este panorama, resulta no sólo comprensible sino también más que justificada la indignación de la comunidad universitaria. En este caso, lo mejor es lograr la aprobación de un título de grado a cualquier precio, lo que equivale a decir -de acuerdo con la larga experiencia acumulada tras anteriores cambios de planes de estudios- a que cada área de conocimiento se cierre numantinamente en su particular gueto, sin hacer la menor concesión a otras que pudieran contribuir a una mejor formación de los estudiantes.

En el otro extremo, si se opta por titulaciones largas (cuatro años, 240 créditos), troncalidad baja (50%) y por la posibilidad de incluir "itinerarios” o "menciones” en los títulos oficiales, la situación -a mi modo de ver- cambia radicalmente, pues habrá más flexibilidad, se podrá compaginar formación generalista con un cierto grado de especialización -incluida orientación profesional- y al mismo tiempo se facilitarán eventuales adaptaciones al mercado de trabajo, en función de los cambios que éste experimente. En definitiva, se podrá ofrecer una enseñanza universitaria mejor estructurada y más conciliadora entre nuestra tradición y las reales o supuestas exigencias de Bolonia. Los másters, en este caso, podrán servir para lo que se supone que debe servir un máster, es decir, no para dar formación universitaria sino capacitación, ya sí, profesional o de iniciación a la investigación.

Naturalmente, entre ambos extremos hay situaciones intermedias pero el debate será falso si se refiere exclusivamente al catálogo de titulaciones y no a sus contenidos y a su estructuración.
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