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Neuroprudencia y la sobreestimación de la neuroeducación

Artículo de opinión

  • 15/11/2023
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Anna Carballo Márquez. Psicóloga y Doctora en Neurociencias
A pesar de que el concepto de neuroeducación o neurodidáctica parezca algo muy novedoso hoy en día, lo cierto es que no lo es tanto. Ya en los años 60, William H. Gaddes, de la Universidad de Victoria (Canadá), empezó a sugerir que se deberían aplicar los conocimientos de la neuropsicología en el ámbito de las dificultades de aprendizaje, y en los años 80, Fuller y Glendening, del Instituto de Neuropsicología Midwest (Estados Unidos), hablaron por primera vez y con gran entusiasmo de la figura del neuroeducador como el profesional del futuro que debía aplicar los conocimientos acerca de cómo funciona el cerebro humano con el objetivo de mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje.
 
Así pues, si hace ya tanto tiempo que se viene hablando de las posibles aplicaciones de los conocimientos neurocientíficos en la práctica educativa, ¿por qué todavía no disponemos de un campo de conocimiento suficientemente sólido y desarrollado que permita fundamentar el diseño de las metodologías pedagógicas en el funcionamiento del cerebro?
 
Movidos por esta misma cuestión, Devonshire, de la Universidad de Oxford (Reino Unido), y Dommett, de la Universidad Abierta del Reino Unido, analizaron cuáles eran las posibles barreras entre ambos ámbitos de conocimiento, neurociencias y educación, para intentar averiguar las causas por las que esta interacción no haya prosperado. Según comprobaron, existen importantes diferencias culturales entre estas dos disciplinas que han dificultado, y dificultan, su colaboración. Entre diversos obstáculos o impedimentos, unos más teóricos y otros más prácticos, destacaron el hecho de que ambas disciplinas no comparten los mismos objetivos de investigación ni utilizan el mismo lenguaje o la misma aproximación teórica y metodológica al estudio de los procesos de aprendizaje y memoria.
 
Por otro lado, también examinaron cuál podía llegar a ser el impacto de los diferentes niveles de investigación neurocientífica en el ámbito educativo, y observaron que los estudios en áreas más básicas (biología molecular, genética y neurología) tenían muy poco o ningún impacto en la educación, debido a la dificultad de trasladar las conclusiones de estos a la práctica docente. En el caso de las investigaciones sobre trastornos del neurodesarrollo o del comportamiento, concluyeron que los resultados solo serían relevantes para el campo educativo si en su diseño participaran educadores y educadoras que garantizaran la aplicabilidad de los hallazgos en el aula.
 
Es importante tener en cuenta también que, si bien la neurociencia cognitiva y las técnicas de neuroimagen funcional y estructural han arrojado mucha luz sobre el sustrato neurobiológico de los procesos de aprendizaje y memoria, así como de los elementos y factores que en ellos intervienen o interfieren, la mayoría de los experimentos con los que contamos hoy en día se han llevado a cabo en contexto de laboratorio. Los estudios de laboratorio son estudios realizados en contextos artificiales de aprendizaje, en los que se introduce al niño, la niña o al adolescente en un tubo de resonancia magnética funcional, y se estudia qué pasa en su cerebro cuando hacen un cálculo, aprenden una lengua extranjera o toman una decisión, siendo estas condiciones muy alejadas de lo que se sucede en un contexto de aula real, en el que 20 o 30 alumnos y alumnas aprenden de forma espontánea, interactuando entre ellos y con un docente y un material de aprendizaje.
 
En este sentido, aunque los datos pueden resultar interesantes para los docentes que quieran conocer más y mejor las bases neurobiológicas del aprendizaje o cómo las diferentes estrategias educativas pueden incidir en el funcionamiento cerebral, es necesario llamar a la prudencia a la hora de adaptar la educación a esos conocimientos sin antes disponer de hallazgos empíricos que fundamenten esta práctica.

En 2013, las investigadoras Hook y Farah, de la Universidad de Pensilvania (Estados Unidos), asombradas por el creciente interés entre el colectivo docente por las neurociencias, investigaron qué era lo que buscaban los educadores en el ámbito neurocientífico y qué era lo que realmente encontraban. En su mayoría, los educadores afirmaban que se acercaban a las neurociencias por curiosidad, para integrar los ámbitos de la neurociencia y la educación y con el objetivo de hallar mejoras para su labor educativa. Respecto a cuál consideraban que era la influencia de las neurociencias en su actividad como enseñantes, la mayoría se refirió a prácticas docentes concretas, entre ellas, el uso de mapas mentales, la importancia de la multisensorialidad, la utilización de la repetición o el cambio en la organización del aula.
 
Aunque los docentes decían sentirse más seguros, confiados y satisfechos al creer que estas estrategias se basaban en hallazgos neurocientíficos, las investigadoras concluyeron que estas prácticas pedagógicas supuestamente neuroeducativas, que proponían los encuestados, consistían en estrategias didácticas más sustentadas, realmente, en la psicología cognitiva que en las neurociencias.
 
A la luz de esos resultados, Hook y Farah advierten de la vulnerabilidad que padece el colectivo docente frente al mal uso y la mala interpretación, pero sobre todo a la sobreinterpretación de los datos neurocientíficos, así como a la creencia de su posible aplicabilidad práctica en el aula. La razón principal estribaría en la falta de una formación neurocientífica rigurosa dentro del colectivo docente.

Uno de los principales problemas derivados de la distancia y las diferencias culturales que existen entre el ámbito neurocientífico y el pedagógico reside en la aparición y la importante proliferación de neuromitos entre el colectivo docente. Los neuromitos se consideran creencias falsas acerca del funcionamiento cerebral muy extendidas y arraigadas en contextos no científicos y que, en cierta manera, pueden llegar a condicionar el sistema de creencias de educadores y educadoras, hasta el punto de estar fundamentando neurocientíficamente prácticas educativas sin que existan investigaciones y hallazgos que las apoyen.
 
Howard­ Jones, de la Universidad de Bristol, identificó en 2014 los neuromitos más aceptados en colectivos docentes de diferentes países. Entre estas creencias se encontraban, por ejemplo, que las personas aprenden mejor si emplean su estilo de aprendizaje preferente (visual, auditivo o cinestésico), que solo utilizamos el 10 por ciento de nuestro cerebro o que los ejercicios de coordinación, tipo gimnasia cerebral, ayudan a mejorar la integración interhemisférica. Estas creencias, que dan crédito a ideas totalmente falsas pero que gozan de una gran aceptación entre los profesores, puede que estén influyendo en prácticas pedagógicas y métodos educativos carentes de rigor y fundamento, incluso sin que los docentes sean conscientes de ello.
 
Otro de los fenómenos que nos preocupa especialmente desde el ámbito de las neurociencias, es el de la neurofília, o el efecto seductor de las neurociencias. La falta de perspectiva científica que tradicionalmente ha acompañado al colectivo docente, así como la tendencia a la sobreinterpretación de los hallazgos neurocientíficos y las expectativas no realistas acerca de su aplicabilidad en el ámbito de la enseñanza se explicarían también por este efecto.
 
Diversos autores han observado y documentado el modo en que la información neurocientífica suele deslumbrar y fascinar a los legos en este campo. Así, las informaciones o los productos didácticos que incorporan neuroimágenes, ilustraciones de cerebros o vocabulario neurocientífico, aunque sean irrelevantes, parecen a ojos de personas sin formación en neurociencias, más fiables y rigurosos que los que carecen de esos elementos. Así lo constataron con sendos estudios Weisberg y sus colaboradores, de la Universidad Yale (Estados Unidos), en 2008, y McCabe (1969­2011), de la Universidad Estatal de Colorado (Estados Unidos), y Castel, de la Universidad de California en Los Ángeles (Estados Unidos), ese mismo año.

Este poder seductor que ejercen las neurociencias no ha pasado desapercibido a ciertas organizaciones y empresas que, movidas por intereses meramente económicos, han comercializado numerosos neuroproductos supuestamente educativos que prometen estimular el cerebro de niños y adolescentes para hacerlos más listos, pero sin que exista ningún estudio neurocientífico detrás que avale tal efecto.
 
A causa de la importante proliferación de este tipo de neuroproductos, Sylvan y Christodolou, de la Universidad Harvard (Estados Unidos), publicaron en 2010 una guía dirigida a los educadores sobre los productos basados en el funcionamiento cerebral. Con ello buscaban ayudar al colectivo docente para que valorara de manera más crítica estos supuestos materiales didácticos, destacando la importancia de asegurarse que existen estudios científicos rigurosos que avalen la eficacia y calidad del producto, antes de comprarlo.
 
En la línea que se ha venido desarrollando, otro de los peligros que preocupa al ámbito de las neurociencias es la notable proliferación de cursos y jornadas sobre neuroeducación o neurodidáctica en respuesta al creciente interés por parte del colectivo docente, en los que la mayoría de los ponentes y divulgadores carecen de formación y experiencia investigadora específica en neurociencias. En este sentido, es probable que se estén reforzando algunos de los neuromitos o de las visiones extremadamente simplificadas del funcionamiento del cerebro que alimentan las expectativas poco realistas de muchos educadores y docentes.
 
En este sentido, es importante ser humildes y prudentes, y tener en cuenta cuál es el ámbito de estudio que compete a la neurociencia, que se circunscribe a las bases neurobiológicas de la conducta humana y, en este caso específico, a los procesos de aprendizaje y a la memoria. Con esto nos referimos a que no deberían ser los neurocientíficos quienes propongan teorías pedagógicas ni soluciones mágicas a los problemas educativos supuestamente basadas en el funcionamiento cerebral, sino que su papel, como mucho, sería el de sostener o justificar las teorías pedagógicas que ya existen.
 
Por todo ello, creo necesario recordar que son los educadores y educadoras los que tienen la formación, vocación y experiencia docente necesaria para el diseño y la mejora de la práctica educativa, siendo ellos los únicos profesionales responsables de ofrecer experiencias de aprendizaje que den respuesta a las necesidades educativas de todos los niños, niñas y adolescentes que tienen en su aula.

Referencias

  • Devonshire, I. M., & Dommett, E. J. (2010). Neuroscience: viable applications in education?. The neuroscientist16(4), 349-356.
     
  • Hook, C. J., & Farah, M. J. (2013). Neuroscience for educators: what are they seeking, and what are they finding?. Neuroethics6(2), 331-341.
     
  • Howard-Jones, P. A. (2014). Neuroscience and education: myths and messages. Nature Reviews Neuroscience15(12), 817-824.
     
  • McCabe, D. P., & Castel, A. D. (2008). Seeing is believing: The effect of brain images on judgments of scientific reasoning. Cognition107(1), 343-352.
     
  • Sylvan, L. J., & Christodoulou, J. A. (2010). Understanding the role of neuroscience in brain based products: A guide for educators and consumers. Mind, Brain, and Education4(1), 1-7.
     
  • Thomas, M. S., Ansari, D., & Knowland, V. C. (2019). Annual research review: Educational neuroscience: Progress and prospects. Journal of Child Psychology and Psychiatry60(4), 477-492.
     
  • Weisberg, D. S., Keil, F. C., Goodstein, J., Rawson, E., & Gray, J. R. (2008). The seductive allure of neuroscience explanations. Journal of cognitive neuroscience20(3), 470-477
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