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Personas y ciudadanos: los dos grandes retos de la educación moral

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Beatriz Fernández Herrero, Profesora Titular del Departamento de Lóxica e Filosofía Moral de la Universidad de Santiago de Compostela
A menudo se considera que la educación tiene como objetivo prioritario el preparar para la vida a los niños y niñas y a los jóvenes, entendiendo por esto que los capacitará para acceder al mundo laboral. Sin embargo, esta preparación para la vida es algo mucho más amplio y profundo que la mera preparación profesional, ya que la esencia misma de la educación implica una formación en un doble sentido: por un lado, se trata de dotar a la persona de una identidad y una autonomía como tal, y en segundo lugar, de proporcionarle los elementos culturales y las destrezas sociales necesarias para su inserción y su participación activa en el grupo al que pertenecen, tanto en el ámbito profesional y laboral que acabamos de mencionar, como en el de las relaciones sociales y la actividad política; dicho de otro modo, a lo que nos estamos refiriendo es en un sentido amplio a la educación moral. Hemos optado por esta denominación sobre la de educación en valores porque nos parece que este último término podría permitir la reducción de su comprensión a una simple instrucción o transmisión de unos valores y normas que han de ser asimilados pasivamente por parte del educando/a, quien únicamente entonces habría de aprender a acatarlos, (como ocurre con el primero de los modelos educativos que más adelante veremos), mientras que, a nuestro entender, el concepto de educación moral puede concebirse como algo más amplio, referido sobre todo a los procesos mentales de asunción y/o crítica, y en su caso de elaboración, de esos valores, capacidad que en líneas generales podríamos definir como estructura moral del ser humano, y que tiene mucho más que ver con su actividad ética.

La reflexión que intentaremos hacer en las páginas que siguen aborda sucintamente este doble ámbito -individual y colectivo- que a nuestro parecer debe abarcar cualquier acción educativa: el de la formación de personas, entendidas éstas como sujetos morales libres y autónomos, y el de la preparación para la ciudadanía, es decir, para la participación activa y responsable en una sociedad democrática, respetuosa de los principios de la justicia.

Partimos de la idea de que toda educación tiene un componente axiológico: siempre que se educa, se educa para un fin -un modelo de persona- y ese componente axiológico lo constituyen las metas y objetivos educativos. Por ello decíamos antes que toda educación es, y ha de ser, eminentemente moral: ha de trasmitir una serie de valores, que son considerados como necesarios para alcanzar ese modelo de persona considerado como deseable. Los valores en los que en este escrito centraremos nuestra atención son los anteriormente mencionados libertad y justicia, que atienden, respectivamente, al aspecto subjetivo o de formación de la persona individual, y al intersubjetivo, correspondiente a las relaciones de ésta con sus iguales.

El primero de ellos, el de educar a la persona como individuo dotado de un sistema de valores, nos permite reflexionar sobre las tres grandes líneas o corrientes educativas que se han venido produciendo en el mundo occidental, que llevan de la mano, cada una de ellas, una concepción determinada de la persona y de su papel en su mundo de relaciones.

Existe un modelo, conocido como modelo tradicional, socializador o de transmisión cultural, que como su nombre indica, tiene como principal objetivo la transmisión de los conocimientos y de los valores de la sociedad a la que se pertenece, con el objetivo último de formar personas perfectamente integradas a su grupo social, adaptando su conducta a las reglas sociomorales de ese grupo para lograr una plena y completa socialización. Por eso, este modelo entiende la moral como algo externo al sujeto que realiza la acción moral, que no tiene ni que descubrir por sí mismo los valores, ni mucho menos optar por ellos de un modo libre, sino simplemente interiorizar lo que, a través de las diferentes formas de castigos y recompensas sociales se le impone para mantener la cohesión del grupo.

Contrariamente a esta corriente, que como acabamos de exponer tiene una base totalmente exterior al sujeto, el siguiente modelo, considerado de clarificación de valores o "romántico” por algunos autores, califica de adoctrinante el paradigma socializador; parte de la idea de que lo fundamental en el desarrollo moral del educando es lo que proviene de su interior, rechazando o minimizando la intervención de los agentes externos para enseñar y transmitir valores y actitudes y limitándose a ayudar a que cada quien descubra por sí mismo su propio sistema valorativo, entendido como una creación personal, subjetiva, y no social e interpersonal. La crítica que a nuestro juicio puede hacerse al modelo de clarificación de valores es rotunda, ya que entendemos que la abstención educativa no es educativa, y que no se puede confundir, como en él se hace, una postura ética de tolerancia o de respeto hacia la libertad individual con la defensa del relativismo individualista más absoluto.

El tercer modelo educativo, considerado como cognitivo-evolutivo o de desarrollo, se basa en las líneas marcadas por Piaget y Kohlberg, y concibe la educación como posibilitadora de la interacción de cada sujeto individual con los otros sujetos y con el medio en el que vive, tanto social como natural; así entendido, el proceso educativo tendería a estimular y potenciar el desarrollo de la persona para capacitarla de un modo progresivo para resolver, de un modo racional y autónomo, los conflictos que se le plantean en sus relaciones con el medio. Una de las características fundamentales de esta teoría es precisamente este carácter progresivo, es decir, la consideración de que el desarrollo moral se secuencializa en una serie de estadios evolutivos por los que cada individuo puede ir ascendiendo si cuenta con una adecuada estimulación cognoscitiva (no inculcación); esta estimulación cognoscitiva ha de producir un cambio en las estructuras formales de pensamiento y de juicio moral de la persona; dicho en otros términos, los valores, normas y principios morales de una persona no pueden ser considerados como una internalización y una obediencia a la norma externa, como ocurría con el modelo tradicional, ni tampoco como la satisfacción de sus inclinaciones, como propugnaba la línea de clarificación de valores, sino como unas estructuras que nacen de las experiencias de interacción social, pero que han de ser alcanzadas por cada sujeto individual, de modo que la conducta moral constituya una respuesta voluntaria a valores aceptados racional y libremente, a través de un proceso de reflexión y de cuestionamiento crítico de éstos que le permita defender sus propios derechos y aceptar y respetar los de las demás personas, sujetos morales como él. De este modo, el modelo de desarrollo reclama, no sólo la igualdad de oportunidades educativas, sino también y sobre todo la idea de la educación para la justicia, entendiendo que la tarea de la educación ha de ser, como antes apuntábamos, la formación de personas libres y justas.

Libertad y justicia constituyen, pues, el doble objetivo de la educación moral, y por extensión, de la educación en general de toda persona: libertad entendida como posibilidad o capacidad para aceptar de forma autónoma, es decir, responsable y críticamente, los valores morales; esta es la dimensión individual, de formación humana, de la educación moral.

Pero al lado de ella, hemos de hablar de la dimensión sociopolítica, o de "alfabetización funcional suficiente” para la convivencia en sociedades democráticas, abiertas y pluralistas [1]. Este nivel de formación humana se centra en el segundo de los valores fundamentales de la educación moral que antes mencionábamos, el valor de la justicia, ya que ha de tender a capacitar a la persona para la vida en una sociedad del tipo descrito, lo que podríamos denominar educación democrática. Porque, efectivamente, se oye hablar mucho de políticas educativas que conciben la democratización de la educación como una ampliación de la oferta de servicios educativos y culturales; sin embargo, a menudo parece olvidarse, o se concede muy poca importancia, a la perspectiva que entiende la educación como posibilitadora de acciones de construcción democrática de la cultura.

Al respecto, puede ser interesante que nos refiramos al concepto de DEMOCRACIA DELIBERATIVA que presenta Amy Guttman[2], ya que constituye, a mi modo de ver, la base sobre la que se orienta la educación integral de una persona atendiendo al nivel sociopolítico: según el planteamiento de esta autora, en una democracia no deliberativa se considera a las personas como sujetos pasivos que son gobernados, convirtiéndose así en objetos de legislación; por el contrario, en una democracia deliberativa, la ciudadanía participa directamente en el gobierno, pactando las razones que justifican las legislaciones y las políticas que los ponen en relación. En un contexto tal, la educación resulta ser imprescindible, ya que es la posibilitadora de la capacitación para deliberar de los/as educandos/as, los futuros/as ciudadanos/as, para la que se requiere, no sólo una habilidad, sino también la capacidad de lectura y escritura fluida, de cálculo, de desarrollo de un pensamiento crítico, y también la comprensión y aceptación de las perspectivas de otras personas, es decir, la noción de contexto. Esto en lo referente a las capacidades que deben ser desarrolladas a través de la educación; entre los valores que han de ser promovidos, cabe destacar la veracidad, las actitudes no violentas, el sentido práctico y la integridad cívica, todos ellos necesarios para garantizar la capacidad colectiva de la ciudadanía para obtener justicia. De este modo se irá formando en los/as educandos/as una predisposición para deliberar, que hará de ellos ciudadanos y ciudadanas democráticos que, a diferencia de los ciudadanos individualistas, que sólo buscarán razones para la defensa de sus propios intereses, o de los sujetos indiferentes o pasivos, argumenten conjuntamente en la búsqueda de soluciones comunes a los conflictos.

El acuerdo puede no conseguirse, y de hecho no siempre se consigue, pero su carácter deliberativo implica una actitud básica de respeto y de reconocimiento mutuos, que son consustanciales a la deliberación, ya que permiten que todos y cada uno de los ciudadanos, más allá de sus ideas e intereses propios, puedan entenderse acerca de determinadas proposiciones, como plantea Habermas. Y aquí el papel de la educación resulta ser fundamental, potenciando la formación de identidades fuertes en los individuos y el reconocimiento de otras identidades, el respeto por lo diferente, la discusión y la argumentación. Por tanto, la función de la educación no puede reducirse únicamente a la transmisión de ciertos valores, a un nivel meramente reproductivo, sino que ha de ser una auténtica educación moral, en el sentido de fomentar aquellos valores que formen sujetos y culturas con identidad, memoria e historia, y a la vez que sean gestores de lo que podríamos llamar los "mínimos” necesarios para la convivencia, a través del desarrollo de las capacidades dialógicas, de consenso y de comunicación.

En definitiva, el modelo de educación moral que hemos expuesto -y propuesto- se fundamenta sobre todo en posibilitar la convivencia de todas las personas en una sociedad justa, plural y democrática, sobre la base de la construcción racional y autónoma de unos principios que, a través de la razón y el diálogo, puedan convertirse en guías de conducta de las personas, aplicándolos adecuadamente a cada situación concreta.

Sintéticamente expuestos, estos principios serían dos:
  • El principio de autonomía de cada sujeto, que se contrapone a la presión colectiva que supondría una adaptación impositiva a las normas sociales.

  • El principio de razón dialógica, que se opone a las decisiones individualistas que no permiten el acuerdo ni la resolución de los conflictos de valores que puedan surgir entre las personas.

  • Estos dos principios son las condiciones básicas de construcción de unas formas de convivencia personal y colectiva justas, que podrán ser tan variadas como lo determinen todos y cada uno de los implicados. Capacitar a las personas para aprovechar esta variedad, y vivir plenamente en sociedades así formadas, es, seguramente, el mejor objetivo que como educadores -es decir, como educadores y educadoras morales- nos podemos proponer.


    _____________________
    [1] MARTÍNEZ MARTÍN, M.: "La educación moral: una necesidad en las sociedades plurales y democráticas”.
    [2] GUTTMAN, A (2001).: La educación democrática. Barcelona, Paidós , prefacio a la edición revisada.
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