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Artículo de opinión

  • 27/05/2015

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Isidro Rodrigo de Diego, Director Docente de Máster-D
Seguramente, querido lector, sientes esa tensión generalizada que permea nuestra vida profesional y personal. Esa vorágine de datos que a veces en lugar de ayudar intoxica, que nos hace perder el foco de las cuestiones realmente importantes y nos genera una sensación de necesidad permanentemente insatisfecha, de requerimientos permanentemente incumplidos.
 
En nuestra experiencia docente, los procesos de aprendizaje no están libres de este proceso de estrés. Las personas que hacen uso de las diferentes opciones formativas en el mercado público y privado quieren (les hemos hecho querer, si nos fijamos en algunos reclamos publicitarios) un aprendizaje rápido, mascado y preferiblemente sin esfuerzo.
 
¿Existe remedio contra esta moda? ¿Debemos subirnos a este tren pedagógico de fácil acceso y alta velocidad (o quizás debería decir de alta necesidad)?
 
Intentar aprender sin esfuerzo es, desde nuestra forma de ver la docencia, un contrasentido. Al menos lo es cuando el objetivo no es simplemente un primer impacto emocional que capte la atención de forma esporádica. Cuando lo que buscamos es que un conocimiento arraigue en la psique de la persona y tenga potencial para generar criterio y nuevos contenidos, el esfuerzo y la persona que nos hace esforzarnos son dos de los componentes que provocan una experiencia educativa memorable.
 
A medida que nos alejamos de la memorización de datos y relaciones y entramos en el campo de la adquisición de habilidades y de criterio profesional, se hace necesario sacar a la persona fuera de su zona de confort de forma constante, sorprenderla haciéndole descubrir que sus límites están siempre un poco más allá de donde ella creía tenerlos.
 
Este proceso de alta exigencia en la esencia de nuestro método está reñido con la píldora prefabricada y generalista de consumo gratuito, con el aprendizaje en cien días o mil palabras. Aprender requiere tiempo, interacción con los contenidos, planificación y trabajo duro. Un profesional de la enseñanza es capaz de diseñar este proceso instruccional de forma que el alumno aprecie la experiencia docente en sus múltiples matices: El esfuerzo mezclado con la sensación de superación,  el fallo como camino necesario para el progreso hacia la meta deseada, lo lúdico como método para la motivación a largo plazo y la exigencia como método para medir los retos que me pongo.
 
Llevamos veinte años enseñando a aprender y aprendiendo a enseñar, y todavía nos queda mucho camino por delante. Hemos descubierto que no debemos tener miedo a la tecnología, pero que tampoco puede convertirse en un fin en sí mismo. Que la planificación y la disponibilidad de tiempo para aprender es uno de los requisitos básicos de metodologías tan de moda como el aprendizaje basado en proyectos, los entornos personales de aprendizaje o las clases inversas. Y curiosamente se habla mucho menos de ello.
 
¿Puede ser que hayamos llegado a un punto donde estamos tan centrados en conseguir el objetivo del aprendizaje que nos olvidamos de disfrutar del acto de aprender en sí mismo?
 
Porque en el fondo aprender bajo presión es como jugar por obligación, un choque de dos fuerzas opuestas que acaba provocando el desenganche emocional de la persona y el abandono del proceso de aprendizaje.
 
En definitiva, a la hora de perseguir un ideal, apuesto por una metodología didáctica de adquisición de habilidades y conocimientos donde la calidad del contenido sea tan importante como la disponibilidad de tiempo y experiencias que permitan saborear el proceso de aprendizaje en sí mismo.
 
Esta es la mejor forma de lograr que volvamos a recuperar la curiosidad y la pasión por aprender.
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