Desde que McClelland desarrolló el concepto de competencias en la década de los 70, la gestión de las personas en las organizaciones ha experimentado un avance importante gracias a la mejor observación de la conducta efectiva de los trabajadores. Una visión en la que predominan los comportamientos observables como piedra angular de la gestión de las personas en general y la gestión de la formación en particular, nos acerca mayormente a la eficiencia de la organización por múltiples motivos. Entre ellos, en relación con el aprendizaje, la descripción de aquellas conductas que producen un valor para la organización y que marcan la diferencia entre el desempeño excelente y el desempeño mediocre, indiscutiblemente se constituyen en objetivos de formación y desarrollo.Sin embargo, la aplicación de los modelos de gestión por competencias, con frecuencia, no parecen producir el resultado esperado en las organizaciones. En la práctica, se percibe que los beneficios potenciales de su aplicación no se alcanzan. En efecto, muchos directivos que han tenido la oportunidad de evaluar el trabajo de sus colaboradores con este tipo de sistemas relatan la dificultad de su uso. Y es que las debilidades más comunes de los sistemas de evaluación del desempeño basados en competencias comienzan a fraguarse en su mismo diseño:
a) La identificación y definición de las competencias y los niveles que forman parte del sistema no suele partir de la observación de las conductas que mayor valor aportan a los puestos de trabajo y a la organización. En el mejor de los casos se desprenden de una reflexión estratégica que no siempre es sostenible en el tiempo.
b) El respaldo de evidencias y contra-evidencias que deben apoyar la realización de las evaluaciones así como el establecimiento de necesidades de formación es escaso y demasiado genérico. Es decir, no se llegan a establecer inventarios suficientemente amplios de evidencias conductuales inequívocas para los diversos niveles competenciales de los distintos puestos de trabajo.
Como consecuencia, estos sistemas de gestión, que entre otros usos sirven para establecer las necesidades de aprendizaje del personal, nacen definiendo una serie de conductas que quedan lejos de la operativa de muchos puestos. Además, su escasa especificidad a la hora de describir los comportamientos de éxito nuevamente acentúa su distancia con la realidad del trabajo. Como consecuencia, su institucionalización termina por introducir una rigidez en la gestión que puede ser contraria a la motivación de mandos y colaboradores. Además, debido a lo genérico de las definiciones, su aplicación resulta inevitablemente subjetiva, lo que redunda en la falta de fiabilidad y validez predictiva. Todo ello queda muy lejos de la intención inicial de McClelland. b) El respaldo de evidencias y contra-evidencias que deben apoyar la realización de las evaluaciones así como el establecimiento de necesidades de formación es escaso y demasiado genérico. Es decir, no se llegan a establecer inventarios suficientemente amplios de evidencias conductuales inequívocas para los diversos niveles competenciales de los distintos puestos de trabajo.