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La Educación Emocional, un beneficio para la escuela, la persona y la sociedad

Artículo de opinión


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Presentación A. Caballero García. Profesora de Magisterio y Psicopedagogía y directora de Título en el Instituto de Enseñanza y Aprendizaje de la Universidad Camilo José Cela de Madrid
El concepto de inteligencia emocional cuestionó los clásicos conceptos de éxito, capacidad y talento, al reafirmar que la inteligencia general era una condición necesaria, pero no suficiente para conseguir el éxito en las esferas laboral, familiar, emocional y social de la vida. Además de ella, se precisaba de una buena inteligencia emocional.

Hoy, el concepto de inteligencia emocional hace referencia a un constructo que complementa el concepto tradicional de inteligencia, enfatizando las contribuciones emocionales, personales y sociales dentro de la conducta inteligente (López Franco y Caballero, 1999).

Goleman (1995) definió la inteligencia emocional como la capacidad para reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, de automotivarnos, y de manejar de manera positiva nuestras emociones, sobre todo aquellas que tienen que ver con nuestras relaciones humanas. La inteligencia emocional es para él una forma de interactuar con el mundo que tiene muy en cuenta los sentimientos, y engloba habilidades tales como el control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc., que configuran rasgos de carácter, como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, indispensables para una buena y creativa adaptación social.

La evidencia empírica demuestra los enormes beneficios (personales y sociales) de la inteligencia emocional; hasta el punto, que se ha llegado al convencimiento de que ésta constituye un importante predictor del éxito en la vida y del bienestar psicológico general. Su descuido, afirmaba Goleman (1995), puede arruinar muchas carreras y, en el caso de niños y adolescentes, conducir a la depresión, trastornos alimentarios, agresividad, delincuencia.

Por eso hay una conciencia social, cada vez más en aumento, de que es importante que logremos las competencias emocionales que esta comporta. Y para ello, qué mejor que tener una buena educación emocional, una educación para la vida (personal, social, familiar, profesional, etc.) que nos proporcione mayor bienestar subjetivo, salud física y mental, mayores dosis de felicidad, y con ello, mayor bienestar social y calidad de vida (Bisquerra, 2001).

La educación emocional es un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende potenciar el desarrollo de las competencias emocionales, como elemento esencial del desarrollo integral de la persona, y con objeto de capacitarle para afrontar mejor los retos que se le plantean en la vida cotidiana (Bisquerra, 2003).

La escuela, en respuesta a estas nuevas demandas sociales, debe asumir su parte de responsabilidad en este proceso dirigido al desarrollo integral del individuo, y propiciar dentro de su proyecto formativo, el valor añadido de la competencia emocional de los alumnos.

El Informe Delors (UNESCO 1996) reconoce que la educación emocional es un complemento indispensable en el desarrollo cognitivo y una herramienta fundamental de prevención, ya que muchos problemas tienen su origen en el ámbito emocional. La educación emocional tiene como objetivo ayudar a las personas a descubrir, conocer y regular sus emociones e incorporarlas como competencias.

Nuestro primer contacto con la realidad es afectivo. Durante el embarazo y tras los primeros meses de vida del recién nacido, el niño va adquiriendo impresiones diversas sobre cómo funciona el mundo; establece un diálogo con las personas que le rodean y, en esta interacción, tiene las primeras experiencias afectivas, que utilizará como patrón de comportamiento en lo sucesivo, y marcarán su evolución no sólo afectiva sino también intelectual. Se ha demostrado incluso que la mayor parte del desarrollo emocional se produce desde el nacimiento hasta la pubertad (Abarca, Marzo y Sala, 2002), siendo críticos los primeros seis años de vida. En base a todo esto, la educación emocional debiera comenzar desde el momento de la gestación, cuidarse especialmente durante esos seis primeros años de vida y en la etapa crítica de la adolescencia y, a partir de aquí, mantenerse y renovarse de manera permanente a lo largo de toda nuestra existencia.

La familia es la primera escuela para el aprendizaje emocional. Por tanto, la utilización inteligente de las emociones debería comenzar en ella, y continuarse después en la escuela. Los entornos familiar y escolar, y más tarde el social, proporcionarán al niño muchos de los referentes que le conformarán en el futuro y que utilizará como patrón de comportamiento en su desenvolvimiento diario. Se espera de padres, profesores y sociedad, en general, el compromiso mutuo y la complementariedad de sus funciones en ese proyecto común que es educarle emocionalmente.

El análisis de la sociedad actual permite entrever, por otro lado, que muchos de los problemas con que se encuentran las personas, y en particular los adolescentes y jóvenes, tienen mucho que ver con el "analfabetismo emocional”. Las personas incapaces de dominar su inteligencia emocional tienen relaciones familiares y profesionales conflictivas, y se debaten permanentemente en inútiles luchas internas que les impiden no sólo establecer relaciones saludables con los demás, sino también ellos mismos y con el entorno. Por esto, consideramos conveniente insistir en la importancia de la educación emocional (Bisquerra, 2001).

Durante mucho tiempo se ha creído que tener un alto coeficiente intelectual y una buena preparación académica era lo más importante para triunfar en la vida. Actualmente, con relación a un puesto de trabajo, se da por sentado esta capacidad intelectual y preparación técnica para desempeñarse en el empleo, y el perfil que se busca se centra más en ciertas cualidades personales, referentes todas a la inteligencia emocional, como la iniciativa y la empatía, la adaptabilidad y la persuasión, el control de las emociones y el manejo de situaciones conflictivas, la confianza en uno mismo, la motivación para trabajar para la consecución de un objetivo, el saber escuchar y comunicarse oralmente, la persistencia ante las dificultades, el espíritu de colaboración de equipo, la habilidad para negociar ante el desacuerdo, el potencial para el liderazgo, entre otras.

Investigaciones recientes han dado la razón a lo teorizado por Goleman (1995) en lo referente a que el cociente intelectual no determina quien va a triunfar o fracasar en la vida, y han llegado a la conclusión de que el éxito en el trabajo depende un 80% de la inteligencia emocional y un 20% del coeficiente intelectual. Existe algo en la naturaleza humana que nos hace diferentes en términos de desempeño laboral. Dos personas aparentemente iguales, habiendo estudiado lo mismo, iniciado su carrera laboral bajo las mismas condiciones, una prospera y otra no. Los teóricos de la inteligencia emocional atribuyen este resultado, no a un golpe de suerte afortunado, sino a sus diferencias en cuanto a capacidad emocional y no sólo intelectual. A medida que el puesto de trabajo es más exigente y tiene mayor responsabilidad, más se nota la necesidad de una inteligencia emocional elevada.

Necesitamos recursos para controlar las emociones en situaciones de tensión; competencias emocionales para afrontar los retos profesionales con mayores probabilidades de éxito, autocontrol y bienestar; para conseguir un desarrollo pleno de la personalidad; un mayor conocimiento de uno mismo; para prevenir y superar estados de ánimo negativos (Álvarez, 2001). Y esto sólo es posible con una educación emocional.

BIBLIOGRAFÍA

Abarca, M., Marzo, L. y Sala, J. (2002). La educación emocional en la práctica educativa de primaria. Bordón, 54, 4, 505-518.

Álvarez, M. (Coord.) (2001). Diseño y evaluación de programas de educación emocional. Barcelona: CISSPRAXIS Educación.

Bisquerra, R. (2001). Orientación psicopedagógica y educación emocional en la educación formal y no formal. @gora Digit@l. Revista Científica Electrónica, 2.

Bisquerra, R. (2003). Educación emocional y competencias básicas para la vida. Revista de Investigación Educativa, 1, 21, 7-43.

Delors, J. (1996). La educación encierra un tesoro. Madrid: Santillana, Ediciones UNESCO.

Goleman, D. (1995). Emotional intelligence: why it can matter more than IQ. Nueva York: Bantan Books (Edición española: Goleman, D. (1996). Inteligencia emocional. Barcelona: Kairós).

López Franco, E. y Caballero García, P.A. (1999). La inteligencia emocional y el posible estilo de ser padres: estudio en un grupo de alumnos de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid. En AIDIPE (Comps). Nuevas realidades educativas. Nuevas necesidades metodológicas (pp. 525-528). Málaga: CEDMA.
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