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María José Hernando Collado, Técnico en el Departamento de Estudios y Documentación de los Servicios Centrales de Manos Unidas
La juventud siempre ha resultado desconcertante y transgresora. El desencuentro entre padres e hijos, la dificultad para encontrar sentido a la vida, para labrase un futuro, son, desde siempre, definitorios de la época de la vida entre la niñez y la vida adulta.

A pesar de esto, la situación actual del mundo es distinta a la de hace sólo unas décadas. La revolución de las tecnologías, la velocidad de las comunicaciones, el aumento de la información, la globalidad de los problemas, la desaparición de fronteras físicas, morales, culturales, configuran un presente en el que todo parece inmediato y virtual. Antes teníamos la impresión de que disponíamos de tiempo para pensar y decidir. Ahora, los chicos y las chicas experimentan la desagradable sensación de que la realidad viaja a la velocidad de la luz por Internet; que nada es real; que todo escapa a su control.

Es difícil hacer creer a un joven que es necesario que opte, que defina su proyecto de vida o su propia escala de valores. El concepto del largo plazo ha perdido prácticamente el significado. La gente joven, en general, persuadida de esa percepción de volatilidad, huye de los compromisos duraderos, de la asunción de responsabilidades para el futuro. Por supuesto, hay muchos jóvenes que se implican en asuntos que no terminan cuando se apaga el ordenador. Pero da la sensación de que son minoría.

La pérdida del sentido de la vida, el no saber reconocer qué es lo importante a lo que hay que tender, los valores que hay que cultivar, pese a ser una constante en esos años de inmadurez, se ve agravada por esta realidad de vértigo.

Socialmente se impone una versión desfigurada del saludable "Carpe diem”, que ha pasado a significar algo así como "vive el momento sin ocuparte ni preocuparte de sus consecuencias ni del futuro”. No se trata de sacar todo el jugo al presente, ni de vivir cada día empeñado en ser lo mejor que uno pueda ser. Se trata de pensar lo menos posible, de pasar por las cosas y las personas casi sin rozarlas.

No es extraño que la agresividad, la violencia como modo de afirmación, el pasotismo ante la propia formación, la política o la religión, sean elementos definitorios de esta generación de jóvenes.

La escuela, el instituto, la universidad, los centros de tiempo libre, las asociaciones juveniles, las organizaciones de solidaridad, las iglesias, tienen un difícil reto. Son instituciones que se articulan socialmente como provisoras de sentido para las personas, apostillando la aportación de la familia en este sentido. Cuando un joven recorre esas instancias debería adquirir un bagaje suficiente para relacionarse con sus semejantes y con el entorno de manera positiva y satisfactoria para él o ella mismos y para el conjunto de la sociedad.

Asistimos, sin embargo, a un momento en el que los padres (primeros y principales educadores y transmisores de valores) y los educadores se sienten rebasados por las circunstancias. Ambos insisten en las dificultades que se encuentran para poder poner un mínimo orden en la vida de sus hijos, sobrepasados por los avances tecnológicos, los cambios en las relaciones sociales y los modelos y aspiraciones que se transmiten en los medios de comunicación.

Los padres se quejan de no tener capacidad ni tiempo para atender a las demandas de los jóvenes. Han tirado la toalla de alguna manera y dejan la tarea a los educadores, institucionales o no. Éstos se sienten responsabilizados de algo para lo que no cuentan ni con medios suficientes ni con la colaboración de los padres (aunque parezca contradictorio). Pero, ¿qué se podría hacer?, ¿en qué habría que educar?, ¿cómo puede hacerse?

Los educadores pueden identificar la realidad a la que se enfrentan cada día los chicos y las chicas. Están en contacto diario con ellos y tienen cercanía y posibilidades de comunicación. Necesitan de la cooperación de los padres, para no actuar de manera contradictoria. Los padres y las madres son los que mejor conocen a cada joven y los que más le quieren. Pueden ofrecer a los educadores información, cooperación en las iniciativas, agradecimiento por su tarea, refuerzo en lo que se vaya haciendo. La administración debe apoyar a los docentes y educadores en su labor, con medios suficientes, estabilidad de planteamientos educativos, formación especializada, y reconocimiento y valoración de su trabajo.

La educación en valores de solidaridad, austeridad para compartir, acogida al otro o responsabilidad es difícil cuando el conjunto de la sociedad se mueve por parámetros que tienen más que ver con el individualismo, la competitividad y el consumo desaforado de todos y de todo.

Intentar decir a los jóvenes que lo bueno es cooperar cuando nos ven correr detrás de lo que individualmente nos beneficia; que hay que acoger e incluir a los que son distintos sin intentar que sean como nosotros, cuando nos oyen justificar las medidas represoras contra los inmigrantes; que el consumo sin control es depredador de la naturaleza, favorecedor de injusticia y alienante, cuando no practicamos el re-utilizar, reciclar y reducir nuestras posesiones; que hay que cultivar la alegría y la esperanza para contribuir a hacer un mundo más humano y feliz, cuando nos ven como malos agoreros siempre dispuestos a vaticinar lo peor, incapaces de encontrar signos de vida y confianza; que comprometerse en una tarea, trabajar por los demás, por el bien común, es la mejor manera de gastar la vida, cuando nos ven renegar de cualquier cosa o de cualquier persona que nos incomode, nos mueva de nuestros planteamientos o de nuestro sillón; que lo importante es que sean sinceros y coherentes consigo mismos, cuando les damos muestras innumerables de que lo que hay que buscar es conseguir lo máximo y lo mejor, caiga quien caiga y cueste lo que cueste; intentar decirles, en fin, que lo importante es que sean buena gente y quieran a los demás, cuando nuestros esfuerzos se centran más en la satisfacción de deseos, casi siempre egoístas e insolidarios, es muy complicado. Y es una tarea de todos, que a todos nos exige autenticidad.

Siempre, y en esto creo que nada ha cambiado, lo que realmente educa, enseña, estimula y anima a seguir, es el ejemplo. Todos podemos actuar de forma más transparente y acorde con lo que queremos transmitir. La realidad social la configuramos todos, los jóvenes, los educadores, los padres y las instituciones. Para contagiar un virus es necesario padecerlo, para contagiar valores es necesario creer en ellos y esforzarnos cada día por vivirlos.
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