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La seguridad y sus profesionales

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Montserrat Nebrera, Directora de los estudios de Criminología (Universitat Internacional de Catalunya)


Aunque el término seguridad tiene múltiples acepciones, la más básica distinción se realiza entre la certeza del individuo de las condiciones de su relación con su entorno normativo y las condiciones en las que su propia persona o su entorno pueden ser puestos en peligro por elementos fácticos externos. A la primera se la denomina seguridad jurídica; a la otra, de un modo poco acotado, seguridad, sin adjetivos.

En esa seguridad "a secas”, sin embargo, existen además múltiples distinciones realizables. Yo me inclino por una primera clasificación entre la seguridad pública y la seguridad privada, entendiendo siempre aquella primera como la paulatina asunción por parte del Estado de la competencia para crear la sensación de tranquilidad, de no injerencia, en sus ciudadanos, de modo que en tal concepto entrarían tanto la seguridad exterior (frente a una invasión), como la interior del Estado, y en ésta última, a su vez, conceptos tan distintos como el orden público (la paz institucional, por decirlo de algún modo, con sus modos de represión de la insurrección o la revolución) y la seguridad ciudadana. Ni que decir cabe que en todas ellas y como materias susceptibles de tratamiento diferenciado, dependiendo del agente que la provocase, deberían recordarse conceptos como la seguridad alimentaria, la sanitaria, etc. De ese modo una intoxicación alimentaria tendría una consideración distinta si fuese provocada por una negligente manipulación de los alimentos, o por una acción de terrorismo industrial.

Sea como sea, frente a esa seguridad pública y como verdadero origen de su existencia nos encontramos con el ámbito de la seguridad privada. Los seres humanos prevén entornos hostiles y toman medidas de seguridad frente a ellos, medidas que pueden ir desde la instalación de una alarma hasta la compra de una pistola, lo que no hace más que recordarnos que en el origen toda la seguridad fue privada y que, desde ahí y en razón de la voluntad estatal de ser, se ha fraguado ese monopolio de la seguridad pública que ha ido reservando a las instituciones múltiples aspectos del deseo humano de certeza sobre su propia integridad, desde la persecución del delito por la policía hasta el monopolio judicial en la aplicación de las normas punitivas que el Estado, y sólo él, puede generar.

Cada tipo de seguridad tiene sus profesionales, o debería tenerlos. La seguridad pública exterior se confía a unas fuerzas armadas, profesionalizadas desde hace tiempo, pero que, recuérdese, en origen más que una profesión era la obligación de un colectivo de personas vinculadas al imperium de un señor. Es obvio que en la profesionalización se ha adquirido rigor y cualificación técnica, pero salvando los supuestos (que no tienen por qué ser escasos) de la vocación, en el camino se ha perdido la pasión que en ciertos cuerpos (los caballeros, sin ir más lejos) hubiera podido ser el motor de una actividad tan especialísima como la frontera de un territorio, de una población, de una idea, frente a un enemigo exterior.

La seguridad pública interior se confía a distintos colectivos, todos ellos englobables bajo la definición de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad dentro de un Estado. La Constitución Española de 1978 habla de la seguridad ciudadana como la especialidad de la seguridad pública que esos colectivos tienen como misión proteger (art. 104), pero lo cierto es que también tienen la encomienda, aunque la Constitución se refiera a ello de forma puntual, del orden público, de modo que su alteración, salvo que sea fruto de una invasión exterior, está confiada al Cuerpo Nacional de Policía, a las policías autonómicas, donde existan y a la policía local y a la Guardia civil, en su caso y según supuestos.

Hay entorno a esos grupos, organizados o no, depende del caso en torno a la idea de jerarquía militar, una constelación de cuerpos que también tienen a su cargo la salvaguardia de la seguridad, siquiera sea la del entorno vital del ser humano, en una vuelta de tuerca realizada bajo el convencimiento de que los recursos son limitados y la regeneración de la especie casi exponencial. La seguridad de pervivencia de la humanidad se impone también como trasunto del instinto básico de todo ser vivo.

Y así las cosas ¿qué pedirles a esos colectivos en el inicio de un milenio que resulta cuanto menos incierto en la evolución de muchas de sus estructuras? Para empezar, la asunción de una evidencia: la separación entre lo público y lo privado es cada vez más una cuestión conceptual, pero no práctica. Porque la intervención de las fuerzas y cuerpos de seguridad en el entorno natural (sobre todo en lo que se refiere a la prevención o paliación de catástrofes naturales), la utilización en el ámbito de la seguridad privada, de personal que ha sido o incluso sigue siendo de la seguridad pública, y el hecho de que cada vez se recurra más a la utilización de los recursos de aquélla para paliar las carencias de efectivos en ésta son sólo algunos síntomas de dicha interrelación.

Pero la principal exigencia que a unos y a otros, en los respectivos ámbitos y con la necesaria coordinación, se les va a exigir de forma creciente es la capacidad de adelantarse a las contingencias de riesgo. Si en algún momento de la historia del Estado de Derecho se dio por sentado que nada podía poner precio a la libertad y a la intimidad, desde luego tal momento no es el presente. Inducir la elección ha sido fácil con las recientes masacres fruto de atentados terroristas en nuestro mundo occidental. La seguridad, que otrora fue una necesidad secundaria, derivada de la eventual criminalidad cotidiana, de ciertas irregularidades fruto del desarrollismo, hoy se vive como una exigencia radical y como la consecuencia del Estado del bienestar mismo. ¿Cómo cabría disfrutar del nivel de vida asumido en nuestro contexto social, teniendo miedo? El miedo a perder lo poseído (desde la bolsa hasta la vida, pasando por la salud o el paisaje) genera la verdadera demanda a los profesionales de la seguridad: la prevención. Sucedido el evento dañoso sólo queda la venganza, y entiéndase por tal la pena impuesta a quien lesiona los bienes poseídos. Pero la venganza, que puede resarcir a algunos y en parte o del todo, no es comparable a la eventualidad de que el riesgo no exista.

Así que se les pide a policías, bomberos, guardias jurados o agentes rurales que no pase nada. Para empezar no es poco. Después, en el supuesto secundario de que así la contingencia se diera, quedan los paliativos, por dentro y por fuera. Es obvio que en tales misiones la formación continuada de todos los agentes de la seguridad es absolutamente necesaria, previendo en cada caso la proporcionalidad entre la intervención en los derechos y libertades individuales y los objetivos de seguridad requeridos. Para ello es preciso que cada comunidad conozca cómo valora en cada momento el binomio libertad-seguridad, pues se trata de un binomio en relación inversamente proporcional.

La formación continuada y su continuada deconstrucción en la plaza en que se ejerza para calibrar las partes de libertad y de seguridad que hay que colocar en el crisol Un reto para el que además se requieren centros de formación específicos en los que dar respuestas concretas y no meras referencias teóricas.
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