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¿Cómo debe ser un maestro excelente?

Artículo de opinión

  • 24/03/2014

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José Vera, profesor de Bureau Veritas Centro Universitario (Madrid)
«Un soneto me manda  hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto (…)»

(Frey Félix Lope de Vega y Carpio)

Sin el ánimo de hacer ninguna comparación con el Fénix de los Ingenios, este es el sentimiento que me vino a la cabeza (y a todo el cuerpo) cuando me solicitaron que escribiera algo sobre estos dos conceptos tan mayúsculos como son el magisterio y la excelencia. Me han pedido que escriba sobre las competencias que debe tener un buen maestro y de la importancia que tiene (o debería tener) la formación inicial y continua para lograr maestros excelentes.

Después de un buen rato de reflexión pensé que lo mejor que podía hacer, como punto de partida, era repasar toda mi trayectoria escolar (desde el parvulario hasta la universidad) y aprovechar mis recuerdos y pensamientos para escribir algo sobre el tema.

Al margen de que existen algunos animales que enseñan y aprenden de sus congéneres, el magisterio es una función humana que siempre me ha causado un respeto imponente por las repercusiones que puede llegar a tener, su buen o mal ejercicio, sobre cualquier individuo en particular y sobre la sociedad, considerada esta como el resultado de la integración de todas las individualidades analizadas. La huella que puede llegar a dejar un maestro en sus alumnos se puede calificar de indeleble en la mayor parte de los casos.

Y qué decir sobre la excelencia. Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (R.A.E.), se entiende por excelencia: «La superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo»; a lo que se podría añadir: «Nivel de calidad imposible de alcanzar», con el fin de relacionar dicho grado con un desiderátum utópico. En mi humilde opinión, la propia condición del ser humano le impide alcanzar ese nivel de excelencia, en cualquiera de los campos de su actuación.

La excelencia, sinónimo de perfección, debería ser ese máximo diez que ningún maestro debería utilizar en sus calificaciones, por estar destinado a la perfección más absoluta y, por lo tanto, inalcanzable. No en vano, los autores americanos Tom J. Peters y Robert H. Waterman Jr, indagaron juntos: En busca de la EXCELENCIA; sin llegar a estar convencidos de haberla encontrado.

Pero centrémonos en el tema solicitado; en el soneto.

Antes que escribir sobre competencias, me gustaría mencionar algunos principios y valores que deben regir la actuación de un buen maestro, por no llegar a calificarlo de excelente.

Aun entendiendo que la educación en principios y valores es una responsabilidad de la familia (básicamente de los padres y abuelos), quiero hacer hincapié en los que debe poseer un buen maestro para reforzar dichos principios y valores desde la docencia. Un buen maestro debe ser ético en todas sus actuaciones. También debe ser ecuánime, a la par que justo, a la hora de evaluar a sus alumnos. Y, sobre todo, debe ser ejemplar en su comportamiento. Los alumnos (sobre todo los más pequeños) son como esponjas, absorben todo lo que oyen y ven.

Parafraseando el artículo 5º del cabo, dentro de las Ordenanzas Militares de Carlos III, «el maestro, como inmediata autoridad del alumno, se hará querer y respetar de ellos (…)» Cariño y respeto deberían ser dos valores innatos en el maestro. Y quiero aclarar que entendiendo por autoridad la clásica autoritas, es decir, el binomio de competencia más prestigio:

Autoridad = Competencia + Prestigio

Tal como la definió el Viejo Profesor (Enrique Tierno Galván), que en paz descanse.
Hablando de competencias, es decir, «la pericia, aptitud, idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado», un maestro debería poseer algunas competencias que considero primordiales, a saber:
  • Vocación: Sentir la profesión desde lo más profundo.
  • Dedicación: Emplear todo el tiempo disponible.
  • Amabilidad: Sin caer en el coleguismo.
  • Generosidad: Volcar todos sus conocimientos en los alumnos.
  • Responsabilidad: Entendida como la capacidad de responder.
  • Empatía: Saber poner en el lugar del alumno.
  • Cercanía: Un buen maestro no debe aislarse en su estrado.
  • Entusiasmo: Saber transmitir energía vital.
  • Humildad: No creerse que está por encima del bien y del mal.
  • Paciencia: No todos cogen las ideas al vuelo.
  • Saber otorgar protagonismo: a los alumnos.
  • Despertar interés: Desarrollar curiosidad intelectual.
  • Capacidad de una escucha activa.
  • Tener una gran apertura mental.
  • Ser muy gráfico: Una imagen vale más que mil palabras.
  • Divertido: Sin llegar a ser cómico.
  • Ser realista: Tener los pies en el suelo.
  • Sinceridad: «Se coge antes a un mentiroso que a un cojo».
  • Asertividad: Cuando se imparte una lección, no se pueden tener dudas.
  • Saber gestionar la Diversidad: Los colectivos de alumnos son cada vez más diversos.
  • Autoridad: En el mejor sentido de la expresión. (Ya mencionada)
  • Y, sobre todo, el mejor nivel de conocimientos sobre la materia o materias que imparte. Él va a ser el transmisor del testigo en la carrera de relevos que es la vida.
Con esta lista, aparentemente exhaustiva, no quiero decir que un buen maestro deba cumplir todas y cada una de dichas competencias, ni en grado sumo, ni en todo momento; pero deberá saber aplicar y dosificar cada una de ellas en función de la circunstancias. No es lo mismo formar a un niño en su primera etapa del jardín de infancia que a un doctorando durante la preparación de su tesis, por poner los dos extremos opuestos de la cadena de valor formativa.

No olvidemos que un buen maestro debe ser el encargado de garantizar la transmisión del conocimiento a las siguientes generaciones de modo que, con sucesivas aportaciones, la humanidad siga progresando en la buena dirección. Un buen maestro debería ser más entálpico que entrópico, si es que puede servir este símil termodinámico.

Respecto a la formación del profesorado puedo apuntar que los tiempos de la enciclopedia de Diderot y D'Alambert se acabaron hace ya mucho tiempo. Hoy en día los avances en cualquiera de las ramas del conocimiento hacen imprescindible una puesta al día constante y sostenida sobre las materias que un maestro tiene que impartir. Lo que hace un par de siglos cabía en un par de tomos en papel impreso no tiene nada que ver con la cantidad de información de la que podemos disponer a través de la red de redes.

La formación inicial del profesional de la enseñanza (y me atrevería a decir que de cualquier persona) debería estar cimentada en los principales conceptos de cada una de las materias a impartir, de modo que no quedara ninguna fisura sobre los mismos. De este modo, la formación continua debería estar destinada a perfeccionar y poner al día la evolución de dichos conocimientos básicos debida al paso del tiempo.

Con ello quiero decir que la formación primaria, incluido el bachillerato, debería estar dedicada a unos conocimientos más generalistas, casi se podría hablar de una formación «renacentista», pues tiempo tendrá el alumno para ir adquiriendo conocimientos específicos conforme se vaya definiendo su vocación y, sobre todo, se vaya perfilando su futuro profesional.

A los dieciocho años (momento de elegir una opción de estudios universitarios) es muy difícil poder aseverar sobre nuestra auténtica orientación profesional y lo que es más importante, con la velocidad a la que se están moviendo los acontecimientos en esta primera parte del siglo XXI, muchas personas tendrán la necesidad de reinventarse con nuevas profesiones, bien por voluntad propia o por los condicionantes de las circunstancias externas.

Por todo ello, la formación continua está tomando carta de naturaleza no solo para los educadores, sino también para los propios educandos y, para muestra véase la velocidad de evolución de las llamadas «nuevas tecnologías» y no quiero referirme en exclusiva a las llamadas «TIC's».

Releyendo al final todo lo escrito, después de muchas lecturas intermedias y sin la mínima intención de ser políticamente incorrecto, me queda la esperanza de que, si se consiguiera un mínimo nivel de excelencia en buena parte de los valores y competencias descritos anteriormente, tal vez se pudiera recuperar aquella figura del maestro-modelo-espejo en el cual todos los alumnos se miraban y, de ese modo, poder llegar a erradicar esa moderna perversión de la violencia en las aulas, tan insólita para anteriores generaciones.

Para finalizar, no puedo (ni quiero) resistirme a la tentación de copiar dos proverbios, uno massai y otro indio (de la India), que escuché hace mucho tiempo:

«Para educar a un niño hace falta la tribu entera»
(Proverbio africano)

«Con mis maestros he aprendido mucho,
con mis colegas, más;
pero con mis alumnos, todavía más»

(Proverbio indio, que no hindú)

Sobre el proverbio africano el insigne maestro y filósofo, José Antonio Marina, ha escrito y divulgado todo un compendio de sabiduría. Del segundo proverbio, creo que poco más se puede añadir.

Un buen (excelente) maestro (utilizando el genérico masculino castellano) es aquel que es capaz de tener la curiosidad de aprender todos los días algo nuevo, incluso de sus alumnos. Y siguiendo el proverbio africano, tendríamos que hablar de «maestros excelentes», en plural, porque uno, nunca será suficiente.
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