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Los verdaderos protagonistas del fracaso escolar en la educación preuniversitaria

Artículo de opinión


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Irene Orozco. Coordinadora Didáctica de los Grados Oficiales en Diseño del IED Madrid
Desde que tengo uso de razón soy consciente de la importancia de la educación en nuestro proceso de desarrollo personal y profesional. Lo vi siendo estudiante y, sobre todo, desde que empecé a trabajar en educación. Ahora, con más de 5 años de experiencia en el IED Madrid, me encuentro gestionando la coordinación didáctica de los cursos oficiales de Grado en Diseño, y estoy, si cabe, más convencida de que la formación es el futuro.

Llegados a este punto de mi trayectoria, soy capaz de reflexionar sobre los recorridos didácticos por los que han pasado la mayoría de nuestros alumnos hasta llegar a nuestro centro de estudios en diseño. Ellos y ellas provienen de multitud de países y ciudades y con casos totalmente dispares: desde el alumno que abandonó los estudios y, posteriormente, los ha continuado; al que acaba de finalizar un bachillerato de ciencias, letras o artes e, incluso, el que ha cursado una licenciatura en alguna universidad. Cada año es más visible la diferencia de nivel y capacidad de nuestros alumnos de nuevo ingreso frente a años anteriores, así como la menor implicación que tienen frente a los estudios y el poco interés que demuestran, sin olvidar, por supuesto, los escasos conocimientos que han interiorizado en su paso por el colegio o instituto.

¿Cuál es el origen de este fracaso? La respuesta es sencilla, la educación obligatoria en nuestro país ha disminuido de calidad. No es una respuesta pesimista, sino realista. En los últimos 30 años hemos pasado por numerosas leyes de educación obligatoria, cada cual peor, que no han sabido plasmar la realidad del proceso de aprendizaje de los más jóvenes. Lo dice y constata el profesorado, pero también lo confirma la Comisión Europea: somos el único país en la cola de la educación en Europa que no ha mejorado su tasa de abandono escolar (entre el 2000 y el 2010 fue del 31,2%), mientras que Malta o Portugal, también en la cola, sí lo han hecho. Y, aunque en el último año, a raíz de que se ha fomentado la formación profesional, hayamos bajado al 26%, quedamos muy lejos del 10% planteado por la Unión Europea.

Los contenidos que a día de hoy se están desarrollando en las aulas de nuestros niños están ligados a las normas establecidas, alejados de la realidad en cuanto a metodología y temario y, por tanto, confusos para ellos. El estudiante no siente la conexión entre lo que estudia y el trabajo que quiere desarrollar en el futuro. En consecuencia, entra en un proceso de bloqueo y, sobre todo, en el círculo vicioso del "no quiero estudiar, no quiero hacer nada" que vemos hoy en día en nuestros jóvenes. Hasta el inicio de la crisis económica, estos adolescentes que "no querían estudiar" acababan trabajando, gracias al auge del ladrillo y la bonanza económica. Sin embargo, en un momento tan crítico como el que vivimos, en el que nos acercamos a los cinco millones de parados, se encuentran sin formación ni oficio.

Si bien, como comentábamos, a partir de este año se ha ampliado la oferta en formación profesional para fomentar la creación de profesionales con oficio, al revisar los planteamientos didácticos nos encontramos con más de lo mismo: profesiones que no responden a las exigencias del mercado, planteamientos caducos y un profesorado desactualizado y sin formación adecuada al contenido.

Hablo con conocimiento de causa. He vivido muy de cerca los diferentes planteamientos del profesorado-funcionario. Se debería valorar al docente que se prepara las clases, año tras año, actualizándose e informándose de las nuevas tecnologías y que realmente disfruta de su trabajo. Por el contrario, a menudo nos encontramos con el docente que, por tener una plaza fija, da el mismo temario cada año, sin incorporar nuevas pedagogías o temarios, ni adaptarse a los cambios de una profesión y a la introducción de las nuevas tecnologías en el ámbito educativo y profesional. En el punto más extremo de este mapa educativo, se da la situación de aquellos otros que se ven obligados, para no perder su trabajo, a dar materias de las que no poseen ningún conocimiento y que suplen sus deficiencias con cursos muy básicos. Todo ello, desde luego, no ayuda a nuestro alumnado. Pero tampoco lo hace el hecho de que no se premie al alumno brillante, ni mucho menos a aquel que se esfuerza, aunque sus resultados no sean los mejores. En un sistema que puede superarse la educación obligatoria repitiendo curso tras curso, parece que se premia el fracaso con la permisividad; una permisividad que viene dada por el sistema, por el docente y por la familia. Si desde el núcleo familiar del alumno no se fomenta el aprendizaje, la curiosidad o la comunicación, el docente comienza la pelea educativa con un porcentaje de fracaso asegurado de antemano.

Por tanto, debemos considerar que no sólo tenemos fracaso escolar entre nuestro alumnado infantil y adolescente, también lo tenemos en nuestro sistema preuniversitario y, sobre todo, en el profesorado de este sistema. Debemos reflexionar si el sistema actual obligatorio, diferente al de libre designación que se obtiene en la privada o en públicos y privados de otros países europeos como Noruega o Reino Unido, es el correcto para los nuevos tiempos.

En definitiva, nos encontramos con un sistema educativo obligatorio alejado del mundo laboral, desactualizado y manteniendo docentes no cualificados, que no se ve apoyado desde el mundo familiar, en el que no hay respeto hacia los docentes, la institución o los compañeros, pero tampoco hacia uno mismo.

No hay una única solución a nuestro gran problema. Es una suma de decisiones que comprenden el sistema, el profesorado y el núcleo familiar, entre las más importantes. Si no le damos la importancia que un asunto tan grave requiere, nos veremos abocados a un mundo, a un país, sin oportunidades de crecimiento y me niego a ver hecho realidad un panorama tan desolador.
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