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La educación delegada; fracaso escolar y fracaso social

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Eduard Altarriba; Margarita Serra. Departamento de Educación para el Desarrollo de Intervida (Barcelona)
Cuando se habla de fracaso escolar, a menudo se empieza exponiendo la retahíla de indicadores que dan cuentas de mismo y que no reproduciremos aquí. Nuestro objetivo no es tanto hablar de las causas individuales y académicas del fracaso escolar, como de las raíces colectivas del mismo, y nuestra tesis central, adelantamos de entrada, consiste en equiparar el fracaso escolar con el fracaso social. El desarrollo autónomo del menor no puede desasociarse de su entorno social y, por ende, de los mecanismos cognitivos que configuran y se configuran en su proceso de aprendizaje dentro y fuera de las aulas.

Dice un antiguo proverbio africano que para educar a un niño hace falta toda la tribu. Pero hoy en día se ha producido una cierta renuncia de este papel y una creciente delegación de la educación en la institución escolar, ninguneando la importancia crucial del entorno cotidiano del menor. Porqué separar educación y sociedad es, a nuestro entender, es una contradicción que no siempre resulta evidente para, funcionarios reformadores sociales, y hasta por los propios padres y el entorno del alumno.

A grandes rasgos, y sin ánimos de controversias pedagógicas, podríamos afirmar que la escolarización es el paso necesario para adquirir las habilidades y conocimientos necesarios para formar parte de una sociedad compleja y cambiante. Pero no hay que retroceder demasiado para recordar que hasta principios del siglo pasado, la escolarización de los menores no fue un hecho generalizado. Algo que a día de hoy aún no se ha conseguido. Pero antes de esta escolarización obligatoria, los niños y niñas crecían y se educaban convenientemente en las habilidades necesarias para subsistir en sus sociedades, o utilizando un símil lingüístico, hablaban perfectamente su idioma sin saber ni jota de gramática.

A medida que la sociedad se fue haciendo más compleja y homogénea, coincidiendo con el avance del estado-nación, la escuela fue ocupando el lugar de la educación tradicional. Así, la escuela no es una transmisión neutra de conocimientos, sino que contribuye poderosamente a transmitir los valores, actitudes y creencias propias de una sociedad. Esta evidencia ha sido objeto de reflexión de toda clase de burócratas, ideólogos y pedagogos como Freire, que en sus escritos postulaba las virtudes revolucionarias de sus propuestas pedagógicas; o Jules Ferry, que se encargó de reformar la escolarización en Francia para inculcar los valores republicanos en el amasijo idiomático y cultural del hexágono. Se trata del famoso "currículo oculto" postulad por Illich en su disección de las instituciones sociales contemporáneas y los mecanismos que utilizan estas para perpetuar las desigualdades.

De todos modos, no compartimos las propuestas de Illich de "desescolarizar la sociedad", puesto que creemos que a la escuela moderna (estamos hablando de nuestro entorno socio-económico) se le podrá criticar la eficacia, pero raramente la intencionalidad y los valores que quiere transmitir. El problema, pero, es que existe un desfase clarísimo entre lo que los menores aprenden en el aula y lo que viven cuando dejan atrás las puertas del centro educativo. Así pues, la escuela por sí sola, no forma ni conforma los valores de la sociedad puesto que no se puede desasociar el entorno social del entorno escolar. Y si bien la educación reglada es fundamental en la formación -o deformación- de valores, no debe ni puede asumir la plena responsabilidad de la educación. Hablando en plata: uno de los problemas de las sociedades contemporáneas radica en la contradicción existente entre lo que se propone en las aulas y lo que se percibe fuera de ellas.

Por otra parte, existe una contradicción todavía mas flagrante cuando estamos hablando de entornos socio económicos desfavorecidos, puesto que el sistema de valores y actitudes que les propone la educación casa muy mal con el papel marginal que, a priori, les toca jugar en una sociedad ciertamente esquizofrénica: se postula la igualdad y la justicia, pero a la práctica se promueve y recompensa el triunfo individual al tiempo que dificulta la movilidad social. Desde este punto de vista, el fracaso escolar puede ser entendido mas bien cómo un fracaso social que se replica en el entorno educativo. Aunque las leyes del estado de derecho garanticen una igualdad de todos los individuos, ni el más optimista de los juristas negaría la existencia de una estratificación social y de un conjunto de barreras y leyes no escritas que dificultan el ascensor social. Como saben bien los docentes que imparten en entornos complicados, los alumnos son poco receptivos a adoptar los valores socialmente aceptables que les proponen desde las aulas. En este aspecto es interesante la teoría del cierre social de Parkin que postula que los grupos defienden sus intereses creando barreras; y esto no solo funciona en los estratos más pudientes, sino que también se da cuando, por ejemplo, los grupos económicamente más débiles de los suburbios urbanos adoptan ideologías xenófobas para conservar sus escasas prerrogativas ante los inmigrantes. Y una de las formas más comunes de marcar la pertenencia a un estrato es aferrarse a los símbolos, actitudes y valores propios: desde el cochazo de lujo hasta el lenguaje barriobajero.

Pero estas actitudes socialmente disfuncionales no se encuentran únicamente en ambientes socio económicos desfavorecidos, puesto que la crisis de valores que puede darse en el entorno educativo es un fiel reflejo de la crisis, o las crisis superpuestas, que afectan todos los estratos de una sociedad que en pocas décadas ha sufrido una transformación muy intensa que, en cierto modo, nos ha arrojado a lo que los sociólogos llaman anomia. Igualmente interesante resulta la aportación de Z. Bauman sobre la sociedad líquida que es descrita cómo postindustrial, individualista y "presentista", i que implica para muchos habitantes del planeta una falta de compromiso y de desarraigo que rompe con los modelos comunitarios tradicionales y su sistema de valores, conocimientos y actitudes implícito.

Como vemos, estamos hablando de una cierta superposición de problemáticas diversas y tremendamente complejas y variables que no aceptan soluciones simples, si es que existe alguna solución: al fin y al cabo, a lo largo de la historia todas las sociedades han albergado problemas y tensiones. Pero lo que sí se puede hacer es transformar y mejorar. Si, siguiendo nuestro planteamiento, educación y sociedad son dos realidades inextricables, lo que resulta evidente es que la educación debe contar no sólo con el alumno, sino que necesita de la participación por activa y pasiva de las instituciones sociales. Y la familia, entendida en cualquiera de sus múltiples formas, es una de las instituciones sociales básicas y, sin duda, la que más influye en la formación y valores del menor, especialmente en los primeros y cruciales años.
Las familias deberían ser, a nuestro entender (y al entender de los científicos sociales en general) es una de las principales herramientas educativas. Los valores y actitudes se transmiten de manera altamente efectiva en el entorno familiar, un hecho del que a menudo no son conscientes los propios transmisores que, como decíamos, han delegado esta función a la escuela. Ejemplos tan claros cómo el uso de la violencia en las relaciones interpersonales o los malos hábitos alimentarios, constituyen muestras actitudes no adquiridas por obra y gracia del sistema educativo vigente, sino en la cotidianidad de los actos domésticos, lo que llamamos el aprendizaje social.

Así, si queremos transformar y mejorar la educación, resulta imprescindible transformar y mejorar la sociedad, y las familias constituyen la bisagra de este proceso. Mejorar la sociedad significa, entre otras cosas, pensar de manera comunitaria y global, a compartir y a preveer conflictos, a entender realmente la importancia de los actos de consumo o el impacto que tenemos en el medio ambiente; en resumen: a aprender. Y todo esto se puede hacer mediante una dialéctica con los hijos. Estamos hablando de una cooperación entre generaciones que conlleve un aprendizaje cooperativo, no jerárquico, un proceso que sin duda puede reforzar aspectos como el respeto, la memoria colectiva, la cohesión social y el espíritu de cooperación. Estamos hablando de familias, pero es evidente que una implicación de este tipo también conlleva un aprendizaje comunitario y social, al tiempo que una incidencia directa del aprendizaje en los entornos formales.

Claro que hacer este paso, ayudar a las familias a recuperar parte del compromiso educativo de sus hijos, no siempre es tarea fácil. Para transmitir valores, antes es necesario tenerlos, y a menudo la gente esta demasiado ocupada para preocuparse de semejantes minucias. En este aspecto, desde las instituciones políticas y desde las organizaciones relacionadas de un modo u otro con el mundo de la educación, debería implementarse programas y políticas orientados hacia este objetivo. Porqué sin el entorno familiar, la educación no puede ser completa, y esto es tan cierto en nuestra sociedad cómo en cualquier otra. Un ejemplo al respecto, nos llevaría hasta el Ecuador, donde la ONG Intervida tiene muy presente la implicación de las familias tanto en la formación de sus hijos, cómo en la gestión del centro educativo; para ello se crean formaciones específicas en materia de derechos del niño, salud preventiva y salud medioambiental orientados a padres y madres.

Una sociedad participativa y cohesionada, que sepa prevenir sus conflictos internos y ofrezca posibilidades de movilidad social reales, sin duda será una sociedad con una educación de mayor calidad. Una sociedad que sepa apoyar a la escuela, que respeta a los docentes, y que no delegue al entorno del aula la gestión de sus propias contradicciones, será una sociedad en la que el fracaso escolar, sin duda, será anecdótico.

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