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Las pruebas de acceso a la universidad en España: algunos apuntes críticos

Artículo de opinión


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Francisco José López Jiménez. Doctor en Psicología de la Educación. Director de las Escoles Universitàries de Treball Social i Educació Social Pere Tarrés- Universitat Ramon Llull (Barcelona)
Aunque las pruebas de acceso a la Universidad en España se convierten, generación tras generación, en fuente de angustia para algunos estudiantes y en motivo de reflexión para educadores, padres y medios de comunicación, lo cierto es que tanto los porcentajes de aprobados (en general entre el 80 y 90%) como la experiencia narrada a posteriori por los protagonistas, la desdramatrizan como obstáculo real para acceder a la Universidad.

De hecho, los porcentajes de abandono o de suspensos en el Bachillerato, confirman que, en general, la dificultad real para acceder a la Universidad radica, más (como es lógico) en los estudios previos, que en la prueba final de acceso.

Los datos, por tanto, le quitan hierro al asunto; pero no consuelan a los estudiantes que han de pasar por ella. ¿Para qué sirven realmente esta prueba?

¿Para qué sirve la selectividad?

La relevancia social de la selectividad parece tener que ver con su dimensión de "rito de paso” hacia la "adultez académica”.

Para muchos alumnos y alumnas, la selectividad supone el primer desempeño social del que serán evaluados individualmente por adultos desconocidos y en un contexto con el que no están familiarizados. Muchos tutores que acompañan a los alumnos en ese proceso, resaltan su potencial educativo como acontecimiento social al que se enfrentan de manera autónoma.

En este sentido, las pruebas de acceso se convierten en poderosos mecanismos para dar valor a la Universidad, en consonancia con la idea socialmente aceptada (y, en general, avalada científicamente) de que tiende a resultarnos más atractivo aquello que nos cuesta esfuerzo conseguir, probablemente por la necesidad cognitiva de justificar ante nosotros mismos el esfuerzo realizado.

Pero pensar en la selectividad como un proceso institucionalizado para ayudar a madurar hacia la autonomía a nuestros jóvenes, no parece argumento suficiente para justificarla. La vida, con sus rupturas sentimentales, sus dificultades laborales, sus pérdidas, frustraciones y dolores, ya se encarga, antes y después de la selectividad, de ponernos a prueba a medida que vamos creciendo, sin necesidad de que las administraciones educativas nos lo organicen. Caeríamos, con esta simplificación, en los mismos argumentos que justificaban, décadas atrás, la obligatoriedad del servicio militar.

Si el argumento socializador no es suficiente, las pruebas de acceso a la Universidad han de cobrar sentido por su dimensión de evaluación externa que equilibra las posibles desigualdades entre los centros de Bachillerato a la hora de poner notas que pueden condicionar el acceso a la carrera elegida. A este argumento se añade otro, de carácter sociopolítico, que justifica la necesidad de no dejar el asunto en manos de los centros de Bachillerato (muchos de ellos sujetos a las influencias del "mercado educativo” y a la necesidad de mantenerse y captar alumnos), ya que esto podría hacer que el acceso a la Universidad estuviera condicionado por la posibilidad económica de pagar ciertos colegios que garantizasen, sin control externo, determinadas notas.

Algunos escollos en las formas de acceso

Sin embargo, el propio sistema avala formas de acceder a la universidad que no cuentan con el filtro homogeneizador de una prueba estandarizada. Los alumnos pueden acceder a la Universidad desde la formación profesional, tras haber realizado un ciclo formativo de grado superior. ¿Por qué esta excepción? Se me ocurren dos respuestas. Ambas abren vías de reflexión interesantes que destapan algunos retos pendientes de resolver:

La primera es que los estudios de formación profesional posteriores al Bachillerato (a los que también se puede acceder sin él superando la correspondiente prueba de acceso) garantizan un nivel de madurez académica que, independientemente del centro donde se hayan cursado, avalan el nivel formativo de los estudiantes, sin necesidad del contraste externo. ¿Por qué? Bien porque la formación específica recibida aproxima a la familia profesional universitaria de manera fiable, o bien porque el propio diseño de los ciclos formativos (que incorporan el control externo de una cantidad significativa de horas de prácticas) lleva implícita la suficiente calidad formativa como para no necesitar de contrastes posteriores.

El primero de estos dos argumentos también sería aplicable, aunque de manera más difusa, a un Bachillerato que incorpora diferentes itinerarios. Fijémonos en el segundo: más de 300 horas de prácticas en una formación de dos años obliga a los alumnos, más allá de las diferencias entre centros y empresas, a unos mínimos hábitos de trabajo y de conocimientos adquiridos. Por otra parte, ese mismo hecho, obliga a los centros a garantizar que la formación previa está mínimamente consolidada como para enviar a los alumnos a las prácticas y evita o dificulta criterios de evaluación poco rigurosos que quedarían en evidencia ante el mundo profesional.

Por último, dado que el objetivo de la FP es dotar de competencias profesionales, la continuidad de los centros y la matriculación de alumnos viene determinada más por la eficacia formativa real, que incremente la capacitación profesional efectiva, que por la facilidad o dificultad para obtener unos determinados resultados académicos.

Es decir, la FP tiene mecanismos de evaluación de la calidad formativa internos y externos que garantizan el nivel mínimo deseable sin necesidad de una prueba de acceso para los alumnos que después quieran acceder a la Universidad.

De hecho, el espacio europeo de educación superior y la adaptación de la Universidad a las nuevas exigencias sociales, están haciendo que la Universidad española crezca en la misma dirección. Para avalar la formación universitaria realizada y poder intercambiar créditos y titulaciones a la hora de continuar estudiando en otra universidad europea, no acudiremos a ningún sistema de examen externo que lo facilite, sino a sistemas de control de calidad. Es decir, la opción no pasa por realizar pruebas de acceso que homologuen la formación recibida, sino por establecer sistema de seguimiento de la calidad de la docencia, las titulaciones y los centros universitarios.

Acceso desde bachillerato o desde la Formación Profesional

¿Por qué no hacemos extensivo los modelos de aval de la formación de la FP o de la Universidad al Bachillerato? ¿Por qué no diseñamos sistemas de garantía de calidad formativa en los institutos y centros de Bachillerato en lugar de acudir a una prueba de acceso a la Universidad?... son algunas de las preguntas que el actual sistema, sin duda, tiene planteadas.

La segunda respuesta ante la excepción que hacemos en el acceso a la Universidad para los alumnos de FP, menos ingenua, tiene que ver con la conveniencia de potenciar el atractivo de la FP. Necesitamos como estamos de profesionales formados en las diferentes áreas técnicas que configuran la FP, discriminar positivamente estos estudios, tanto desde el punto de vista del acceso como de la continuidad formativa posterior, puede tener sentido.

Desde esta óptica, la selectividad podría estar al servicio de las necesidades políticas, en su sentido más amplio, de organización social. Si esto fuera así parece lógico que se incentive la FP o se regule la dificultad de la selectividad en función de la necesidad de alumnos de las universidades.

Con este punto de partida (insisto en que es sólo una hipótesis) las pruebas de acceso a la universidad se ajustarían en función de las necesidades de las universidades, las comunidades autónomas que tienen las competencias al respecto o el Estado, más que en relación a un criterio de rigor evaluativo de la calidad de la formación de base necesaria para cursar estudios universitarios. Así, las pruebas serían más sencillas cuanta más necesidad de alumnado tuviera la Universidad y viceversa.

Siguiendo con esa lógica, también los centros de Bachillerato encontrarían razones para compensar las notas de la selectividad, inflando los resultados para favorecer (con el 60% del peso que tiene el expediente de Bachillerato en la nota final) mayores posibilidades en su alumnado.

No insistiré en hipótesis que alimenten sospechas sobre el sistema, pero creo que hemos de atrevernos a pensar más allá de los límites de la tradición. Que el sistema no sea dramático, y que haya funcionado durante mucho tiempo, no lo hace incuestionable, especialmente si los cambios sociales y educativos ponen de manifiesto algunas de sus contradicciones.

Necesitamos regular el acceso a la Universidad, especialmente cuando la demanda no se ajusta fielmente a la oferta o a las necesidades sociales.

Repensar el actual sistema pasa por insistir en mejorar las garantías de calidad formativa de todos los centros educativos, públicos y privados, universitarios y no universitarios. Y también pasa, desde mi punto de vista, por hacer que los mecanismos de evaluación, se organicen como se organicen, sean coherentes con las competencias complejas (conceptuales, procedimentales, actitudinales) para las que estamos formando antes y después de la selectividad.

Los tiempos cambian y nuestra vieja y querida/odiada (táchese lo que no proceda) selectividad necesita, como todos nosotros, reciclarse y ponerse guapa. Como es natural en todo lo humano, se resiste a cambiar. Me consta que los responsables educativos están en ello. Les deseamos lucidez.
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